Obra incompleta

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A Miguel Hernández, que tan pocos años tuvo para completar nada, lo entristecía de antemano la idea de unas obras completas: “Yo sé que en esos sitios tiritará mañana / mi corazón helado en varios tomos”. Hay algo antiguo y funerario en esa visión de unos tomos idénticos, encuadernados en oscuro, en piel o semipiel o pseudopiel, alineados en una estantería como en un catafalco. Las únicas obras completas que no inducen a la somnolencia de lo monumental son quizás las de La Plèiade, que tienen un tamaño muy manejable y una flexibilidad seductora, y aun así lo intimidan a uno cuando las ve como un gran muro de inmortalidad impenetrable en los estantes de las librerías francesas. En la exposición sobre Camilo José Cela que hay ahora en la Biblioteca Nacional, una de las cosas que llaman la atención, aparte de su interés por coleccionar esquelas mortuorias y diplomas y esculturas o artefactos de premios, es lo joven que era todavía cuando ya había emprendido la publicación de sus Obras completas, como un faraón que empieza las obras de su pirámide nada más ser elevado al trono.

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